viernes, 5 de enero de 2018

El mito de que el capitalismo causa la brecha salarial de género (II)


En un post anterior vimos cómo el mercado tiene un mecanismo inherente y sistémico cuyo proceso tiende a igualar los salarios de hombres y mujeres cuando la diferencia no sea explicada por el valor de la productividad marginal esperada.  Ahora veremos unos pocos puntos accesorios que se pueden desprender de tal hecho y, de paso, contestaremos ciertas críticas posibles por parte del feminismo socialista que sostiene el mito.

El mercado no “prohíbe por ley”, pero castiga

El socialista moral podría decir que “no alcanza” solo con el incentivo del costo monetario, fundirse y la continua reducción de influencia que propicia el mercado porque “hay que evitar que la discriminación ocurra totalmente” y para ello “el Estado debe prohibirla por ley”. 

Por supuesto, tal argumento suena bien, pero ignora muchas cosas. Primero que nada, el Estado no es omnipotente. Que exista una regulación que lo prohíba, no necesariamente impide que un acontecimiento ocurra de todos modos (fuera de la visión del gobierno). Y mientras suceda fuera del ojo vigilante, la penalidad del Estado no se impone. Por ejemplo, el consumo o producción de ciertas drogas está prohibido con penas severas por parte del Estado en muchos países y aun así estas abundan entre sus habitantes. Segundo, el Estado está compuesto por hombres, muchos de ellos son sobornables y el Estado sistemáticamente favorece la corrupción. El hecho prohibido acontecerá mientras los funcionarios sean corrompidos. Por tanto, por más que se prohíba por ley, el hecho puede ocurrir de todas maneras de la misma forma que puede pasar en el mercado. La pena de cárcel o multa dineraria estatal es “tan incentivo” como lo son las penas que vienen del mercado. Sin embargo, la cuenta de pérdidas y ganancias del mercado es (a) incorruptible, (b) inescapable y (c) actúa de forma absolutamente inmediata. Es igual de severa con todos en cualquier rincón, a cualquier hora y ante ella no hay escapatoria ni soborno que valga. El mercado es inmediato e inescapable, mientras el Estado, no.

Bajo las reglas del mercado, no está “prohibido” discriminar (sin considerar productividad) en el sentido estricto de que nadie nunca jamás lo hará o intentará. Pero el proceso de mercado tiende a provocar que la gente sea menos discriminadora haciendo que lo paguen con su propio patrimonio. En otras palabras, si algunos empresarios quieren discriminar, pueden hacerlo. Pero inmediata e inexorablemente aparecerá la penalidad, la “multa” despiadada del mercado. A causa de ello se volverán sucesivamente una irrelevancia en el mercado o irán a la quiebra y, siendo así, su rango de acción discriminadora será cada vez menor hasta ser impotente. 

A medida que el empleador pierda dinero o gane mucho menos por su decisión tozuda de continuar siendo “sexista”, sus competidores lo desplazarán del mercado y el empresario pasará de seguir siéndolo a ser un asalariado. El emprendedor deja de tener control sobre recursos y puede pasar a ser un empleado más. No solo dejando de influir en el mercado con su “sexismo”, sino convirtiéndose en uno más de los hombres que cada día están más dificultados de encontrar empleo. Su contribución, ahora como oferente laboral adicional, en el margen y ceteris paribus, pone aún más presión a la baja de salarios masculinos en el mercado laboral. En una ironía desconocida para el torpe análisis socialista feminista, al hacer que el empresario expulsado pase a ser un asalariado, el mercado tiende a poner a los empresarios “sexistas” en un lugar que contribuye a la igualación de salarios de hombres y mujeres.

El capitalismo expulsa de su función empresarial a este empresario por su pobre función anticipadora y su insistencia en actuar con criterios no-de mercado sino personales. Al mismo tiempo, el rol de empresario del emprendedor o emprendedores que no se dejaron guiar por su “sexismo patriarcal” se amplía y consolida cada vez más. Bajo el mercado libre, no se tiende a tener preferencias basadas en el “genero” (fuera de la productividad) porque los que las tengan son continuamente expulsados del mercado.

Consumidores sexistas

Dado lo irrefutable del análisis anterior, la única escapatoria para el feminismo socialista es: ¿Y qué pasa si son los clientes los sexistas? Entonces la discriminación podría ser duradera e incluso permanente pues en ese caso ya no hay mecanismo de mercado que castigue el sexismo empresarial. Sin embargo, tampoco acá es cierto que el mercado no penalice. 

Si no es el empresario el que paga con su patrimonio, lo hará su clientela. Los consumidores "sexistas", aquellos que decidan a ir y poner su dinero en lugares o empresas donde deliberadamente solo se contraten hombres (con salarios relativamente elevados) en detrimento de mujeres, ceteris paribus, deberán pagar precios mucho más altos que los consumidores que no discriminan. La penalidad recaerá por completo sobre todos los que discriminen.

En otras palabras, bajo una economía libre, todos los consumidores sexistas son castigados por el mercado con la “multa” de pagar más caro la totalidad de los productos de comercios que también sean sexistas. Si los consumidores “sexistas” desean dejar de pagar el sobreprecio permanente y no ser más pobres de lo que serían si no fueran como son, deberán adquirir productos de empresarios que contraten mujeres y vendan a menor precio, aunque deban hacerlo de manera subrepticia. 

¿Y si todos los empresarios son sexistas-patriarcales por costumbre?

Alguien podría argumentar que todo el análisis anterior no es correcto porque la discriminación sexista es una pauta de comportamiento sistemático social. Es decir que, más allá de las ganancias, TODOS los empleadores (e incluso las empleadoras) van a actuar discriminando por sexo porque así está “establecido socialmente”, porque fueron "criados así", por “costumbre”, “mandato social” o, el término arbitrario, indefinido y multiuso favorito de las feministas; por “patriarcado”. Manteniendo así, el “estatus” de diferencial de salarios masculino-femenino e interrumpiendo el proceso de mercado.

Por supuesto que tal asunción es ridícula en términos teóricos e históricos. No hay ninguna razón por la cual suponer que absolutamente todos los empleadores se comportarán igual. De hecho, solo basta con que uno solo decida poner las ganancias por sobre las “costumbres sociales”, como para que el proceso de igualación se lleve a cabo. 

Este empresario único que contrata mujeres, pagando salarios mucho más bajos que TODOS sus competidores, tendrá, ceteris paribus, costos considerablemente más bajos. Por ende, podrá vender a precios menores que toda la competencia sin sacrificar ganancias. Quienes sean sus rivales e insistan en su comportamiento sexista, verán como venden menos y le compran más al “no sexista”. A medida que este último absorba la cuota de mercado de sus competidores, venderá más, incrementando así todavía más sus ganancias. Para producir más, ganando como gana, deberá contratar más mujeres al tiempo de evitar a los hombres, lo cual tenderá a elevar los salarios de las féminas. Los varones despedidos de las empresas competidoras, las cuales fracasaron porque insistieron tozudamente en ser sexistas, deberán competir con otros masculinos por puestos de trabajo que cada vez se reducen más. Lo cual tenderá a reducir los salarios de los hombres. 

Alguien podría pensar que la tendencia a la baja de salarios masculinos podría aliviar los costos de los empresarios sexistas. Pero el asumir extremamente unas “costumbres patriarcales” por parte de TODOS los empleadores o incluso de un edicto del gobierno lleva a bizarras conclusiones. Dado que “por patriarcado” o ley se “debe” mantener cierto margen diferencial entre salarios de hombres y mujeres, y como ahora los salarios femeninos se han elevado por la demanda siempre creciente del único emprendedor excepcional, entonces los salarios de los varones aún empleados “deben” subir para mantener intacto ese “diferencial patriarcal de costumbre”. Agravando la situación de costos de los empresarios sexistas. Al mismo tiempo, ese salario fijado arbitrariamente y aumentado actúa como un "salario mínimo" que provoca un ejército de hombres desempleados que presionan cada vez más ese salario a la baja.

Si aún con esta elevación de salario de mujeres y baja del de hombres todavía queda un margen importante de diferencia tal que el “no sexista” puede continuar vendiendo a precio reducido y toda la competencia que queda sigue insistiendo con su sexismo, entonces nuestro pionero seguirá derrotándolos con su producto barato. Cada vez más cuota de mercado quedará en manos del pionero a expensas de sus competidores “patriarcales”. Por ende, su demanda de mano de obra femenina será cada vez más importante e influyente y su repulsión por usar trabajo masculino afectará a progresivamente más varones en el mercado laboral. Los salarios de las primeras tenderán a subir todavía más mientras los de los segundos caerán adicionalmente.

Y aun asumiendo el caso más extremo y estúpidamente irreal posible, que absolutamente todos los empresarios “y empresarias” en todo el país son sexistas sin excepción alguna, no se cumple el absurdo patriarcal. Porque bastaría con que aparezca un extranjero interesado en ganancias que ocupe el lugar del empresario “pionero” analizado arriba, como para iniciar el proceso de igualación y derrumbar el relato feminista.

Claro que todo el supuesto anterior es, además de teóricamente absurdo, históricamente falso. Los empresarios más exitosos se han caracterizado siempre, precisamente, por romper con esquemas y costumbres establecidos. Siempre surgió necesariamente una camada que rompió con el "status quo", con lo que aprendieron de niños. Jamás podría asumirse que la diferencia salarial entre hombres y mujeres se debe a que todos los empresarios son esclavos de sus "costumbres patriarcales", porque romperlas y beneficiarse de ello es precisamente una tarea de empresarios.

miércoles, 3 de enero de 2018

El mito de que el capitalismo causa la brecha salarial de género (I)


Este post es sobre Teoría Económica. Es un análisis lógico sobre por qué el capitalismo tiene, inherentemente, un freno automático para cualquier persona o grupo que desee pagar menos a una persona o grupo basado en criterios que no sean el de productividad (por su sexo, su religión, su raza, etc.) No es un post sobre los (muchos muy cuestionables) análisis estadísticos sobre la supuesta “brecha salarial de género”. Ello vendrá, espero, en un futuro post.

Con esto, espero no tener que aclararlo a gente que tiene incorporada la reacción de “eso sucede en la teoría, pero la realidad es…” y a continuación pega el nombre de una noticia redactada incorrectamente o un estudio empírico erróneo, de baja calidad o muy cuestionable.

Básicamente, el feminismo socialista establece que ante un mismo trabajo de una determinada calidad durante un mismo periodo de tiempo en circunstancias similares, a las mujeres se les paga sistemática y considerablemente menos. Observen que necesariamente se debe suponer que el tipo de trabajo, las horas trabajadas y la calidad de su realización son iguales en su ejecución tanto por parte de hombres como mujeres. Porque si no fuera así, ello podría explicar la diferencia en remuneración.

¿A qué se debe que se les pague menos? Al “patriarcado” (ese concepto que es usado como ad hoc para toda explicación que no cierre), es decir, una organización social en la que la autoridad la ejercen, de forma desequilibrada y privilegiada respecto a las mujeres, los varones. Dado eso, ellos pueden pagar sistemáticamente menos a las no privilegiadas féminas por el simple hecho de no pertenecer a la casta que supuestamente ejerce el mando.

De entrada, regalaremos que el argumento feminista es correcto sin siquiera cuestionarlo. Vamos a suponer que realmente es así: el valor de productividad marginal estimado para un determinado trabajo por un cierto periodo de tiempo de una calidad determinada es igual entre hombres y mujeres, pero a estas últimas se les paga un salario menor.

Cuadro basado en el de Walter Block

El feminismo socialista moderno asegura que la productividad de la mujer y el hombre son iguales, pero a la mujer se le paga menos. Por lo tanto, en el cuadro de arriba, tanto el valor de la productividad de los hombres como de las mujeres que trabajan en un lugar determinado es de $100 el día (o la hora o lo que quieran de unidad de tiempo). Esto es lo que le aportan a la empresa, lo que recibe el empresario, sus ingresos. Por otro lado, los costos del empleador son los siguientes: le paga $100 al día a los hombres y $70 a las mujeres. He ahí el tan nombrado 30 % de “brecha salarial”.

Sea cual fuere el diferencial (considerable) de salarios entre hombres y mujeres, algo es claro: ceteris paribus (manteniendo sin cambios los precios de las demás materias primas, insumos, etc. complementarios), los costos salariales contratando solo mujeres serían notablemente menores que empleando hombres. El feminismo socialista pretende decirnos que, al mismo tiempo que asumen que los empresarios son seres egoístas que buscan obtener siempre la máxima ganancia posible, los empleados no van a contratar mayoritariamente mujeres aun cuando por cada día trabajado ganan $30 con ellas mientras que con los hombres ganan $0. Independientemente de esa contracción absurda del feminismo de izquierda, nos quieren hacer creer que la situación del cuadro anterior es estable. Claramente no lo es.

El empresario que tenga un juicio superior y sí contrate féminas, al tener erogaciones salariales menores (invariados los demás costos), estará obteniendo beneficios extraordinarios respecto a sus competidores “sexistas”.

Es evidente que esos beneficios extraordinarios de ese emprendedor inducirán a que (1) sus rivales que ya están en la industria lo imiten contratando más mujeres (en lugar de hombres) para también ganar más y (2) otros productores que se dedicaban a otras industrias o disponen de capital en busca de jugosos rendimientos donde invertirlo entren contratando empleadas dada la tasa de beneficio relativamente más alta.

Por un lado, (a) hay una mayor demanda de empleadas femeninas que puja contra una cantidad (stock) dada de mujeres en un momento del tiempo. (b) En la medida que menos mujeres quedan disponibles para trabajar, porque ya fueron contratadas, más escasa se vuelve relativamente su fuerza laboral. Todo ello, ceteris paribus, necesariamente implica una tendencia a la suba de sus salarios. Por el otro lado, (c) hay una demanda de empleados varones que cae contra una cantidad (stock) dado de hombres en un momento del tiempo. (d) A medida que más hombres quedan desempleados, comienzan a abundar y están dispuestos a tomar el mismo puesto de trabajo por menos. Lo que, ceteris paribus, causa una tendencia a la baja de sus salarios.

En resumen, tenemos unos salarios relativamente bajos (de mujeres) que tienden a subir y otros altos (de hombres) que tienden a bajar. Esos movimientos opuestos hacen que el diferencial que había tienda a achicarse o incluso desaparecer (en términos de ser una diferencia considerable).

Una implicación necesaria es que, descontando el riesgo, en las industrias mano de obra intensivas “dominadas por hombres” (pesca, agricultura, minería, informática, construcción, etc.) debería haber de forma sistemática mucho menor beneficio o tasa de beneficio que en industrias mano de obra intensivas “dominadas por mujeres” (cosmética, venta minorista, salud educación, consumo masivo, publicidad, etc.). Nada en una economía libre impide que ocurra el movimiento de inversión de capital monetario desde las industrias con menores beneficios relativos hacia las de mayor. Tendiendo así a aumentar relativamente los beneficios en las primeras y disminuyéndolo en las últimas. Al producirse la tendencia a la igualación de beneficios, aumenta la inversión (y salarios) en industrias intensivas en trabajo femenino mientras disminuye la inversión (y salarios) en las otras de presencia masculina.

De más está decir, pero debo hacerlo dada cierta tendencia de la heterodoxia a reaccionar con “estas suponiendo X”, que no estoy asumiendo para nada un mundo de “competencia perfecta” ni nada por el estilo. Descontando las críticas irrefutables de la Escuela Austriaca contra esa construcción imaginaria, lo único que se ha descripto en este post es la competencia como proceso de rivalidad, que no existen barreras legales-estatales de entrada o salida. El cómo la intervención del Estado sí puede causar una tendencia a la discriminación sexista será tratado en otro post.

La función del empresario es precisamente anticipar que ciertos factores productivos están sub-valuados dado su potencial valor de producción. En este caso, nos referimos a los servicios laborales que proporcionan las mujeres. Mientras eso pase, necesariamente ello es una oportunidad de ganancia para empresarios. Los beneficios que obtengan, son la recompensa por anticipar el futuro incierto con más exactitud que los demás (comprar servicios de factores productivos a precios de mercado menores que el eventual precio de venta del producto).

Dada la incertidumbre inerradicable del futuro, algunos individuos son más capaces que otros para anticipar las futuras condiciones del mercado. Estas personas tienden a adquirir mayor cantidad de recursos a lo largo del tiempo, mientras los sujetos menos capaces se quedan con menos y hasta son expulsados por el mercado de su función empresarial y pasan a ser asalariados. El proceso de mercado del capitalismo es precisamente el funcionamiento de este “mecanismo de selección” en el cual los empresarios menos exitosos (aquellos que sistemáticamente sobre-valúan los precios de los factores productivos relativamente a las eventuales demandas de los consumidores) son eliminados de su tarea de comandar recursos. En el caso que nos concierne, claramente los más capacitados son los que contratan mujeres antes que hombres y los menos exitosos son los que insisten en seguir con hombres.

Como se ve, no hay nada en el funcionamiento del capitalismo que cause un diferencial considerable, permanente y sistemático de salarios entre hombres y mujeres que sea independiente al valor de productividad esperada (sea por sexo, raza, religión, etc.)

La conclusión es evidente: la propia tendencia de evitar pérdidas y maximizar ganancias es la que asegura que no haya diferencias enormes permanentes en el precio del servicio del factor trabajo (salario) que no vengan justificadas por productividad. Es el propio proceso de beneficios y pérdidas del mercado lo que genera una tendencia a la igualdad de salarios. El mercado libre tiene inherente e inevitablemente una tendencia sistémica a castigar (hacer pagar caro) la discriminación sexista y premiar la inclusión.